domingo, 23 de julio de 2006

Todo tiene su explicación.

El pasado día 9 de Julio, vivimos un nuevo triunfo del fútbol italiano. Estabamos a punto de pasar más de dos horas de pie, apretujados en un bar de la avenida Icaria, el 12+1. El ambiente era impresionante, y el calor agobiante. Los italianos ganaban en número, los franceses ganaban en distribución, se habían repartido por el bar sin dar la sensación de clan familiar de los italianos.

La coincidencia en el color de la primera equipación de ambas selecciones restó colorido al lugar, pues incluso las banderas simplemente se diferencian por una de las tres franjas.

Los principales protagonistas eran el calor, la cerveza, el sudor, los nervios de nuestra "anfitriona", Nicoletta, y la amenaza constante que significaba tener a una mañica de metro y medio constantemente liando porros a nuestra espalda (ya he mencionado lo apretujados que estabamos, ¿verdad?).

Ambos equipos tenían cosas a favor y en contra a la hora de decidir cual era mi preferido.

Italia siempre ha sido mi mayor enemigo futbolístico. Desde la infancia, su rácano pero victorioso fútbol me ponía de los nervios. Aquellos que hayan practicado algún deporte, o aunque sea un juego de mesa habrán vivido la sensación que se sufre al ver esa sonsrisa cabrona del que sabe que ha ganado a pesar de ser el más cobarde, coqueteando con la trampa, y viendo perder al que se ha arriesgado a hacer lo más bonito y difícil.

Este año Italia había arriesgado, había jugado con más delanteros que nunca, aunque fuese durante quince minutos de una mítica prórroga contra Alemania. Si a este acto de valentía le añadimos ver la cara de sufrimiento de mi sorella mi corazoncito fue apoyando a Italia, mientras mi cabeza seguía repitiendo una y otra vez la imagen de la cabecera.

El agresor fue Mauro Tassotti, romano de nacimiento, quién posee el honor de ser uno de los pocos italianos que odio, y ser una de las personas que más insultos ha recibido por parte de ese colectivo de españoles que cada cuatro años nos apoltronamos ante el televisor.

En plena adolescencia, esa imagen me marcó. Luis Enrique, el pobrín, asturiano y pocos años más tarde culé, sangrando, y desquiciado fue el símbolo de la derrota española en el Mundial de Estados Unidos, fue lo que generó una consciencia anti-italiana en mi (siempre hablando futbolísticamente).

Con el paso de los años, me encontré en Uppsala, Suecia, de Erasmus. Allí, cada domingo que la meteorología y las resacas nos permitieron, nos enfrentamos italianos y españoles. La clase y la calidad estaba del lado italiano y ni tan siquiera así, en una pachanga de amigos, se permitían obviar su odioso sistema defensivo. Solo les conseguimos ganar una vez. Mi rabia hacia el fútbol italiano iba a más, y no por perder, sino por su tozudez con su teoría de que lo importante es ganar. Se limitaban a decir, "si ya os ganamos jugando atrás para que vamos a atacar." Cabrones.

Del impresionante campo de césped que teniamos a nuestra disposición, algo impensable en España, nos ibamos a cualquiera de los bares de las asociaciones de estudiantes. Allí discutiamos seguidores del Inter, de la Roma, de la Juve, del Toro, del Milan, del Madrid, del Barcelona, del Mallorca y del Atlético sobre lo mismo una y otra vez, y llegamos a la conclusión de que el tiempo nos daría o quitaría la razón con resultados y reconocimiento internacional.

La Liga de las Estrellas empezaba a brillar en Europa, y los equipos italianos empezaron a sufrir duros reveses. La selección italiana no conseguía victoria alguna desde los tiempos de naranjito, Y como colofón a todo esto, el episodio conocido como Moggigate, por el que la histórica a Juve ha descendido a Serie B. El fútbol italiano salpicado además por casos de dopping, estaba a punto de ser apuntillado, y eso significaría que yo tenía razón.

Mientras Italia volvía a ser la cobarde de siempre, Materazzi iba calentando a Zidane, este olvidando quien era, lo que representaba, y lo que estaba a punto de conseguir, reaccionó a la provocación. Italia, campioni dil mondo!!!

Nico, los cinco minutos que tardé en felicitarte eran necesarios. Debía esperar que tu alegría fuese venciendo a mi rabia, pues tenía que darle la razón a aquellos que defienden ese tipo de fútbol, práctico, algo tramposo, poco vistoso, pero ganador.

Tu alegría me desbordó y acabe borracho de ella, y de cerveza, sino no me explico mi presencia, en la Plaza Catalunya rodeado por cientos de italianos, durante la celebración posterior.

Menos mal que entre el bocadillo y el agua del Pans, y los amigos de Taxi Mercedes fui superando los efectos de esa nociva mezcla, y volví a mi pisito, donde Italia seguía siendo el enemigo futbolístico.

Por cierto, la maldita mañica, fumadora insaciable de porros, y con novio italiano, acabo quemándome la camiseta.

1 comentario:

Pablo Baquero Sánchez dijo...

Una magnífica crónica de la celebración de una sentida y prolongada decepción. Yo iba con Francia, pese a estar rodeado de italianofilos, pero la Revolución Francesa tira mucho y la hicieron los franceses. Un abrazo